Cuando percibimos una amenaza, nuestro cuerpo reacciona preparándose para protegernos. De la misma forma que les ocurría a nuestros antepasados, nuestro cuerpo reacciona movilizando los recursos que son necesarios para que podamos luchar o huir del peligro que nos amenaza. Los recursos que se movilizan de tipo físico, cognitivo y emocional, constituyen la respuesta de estrés.
A nivel físico, el estrés aumenta nuestra actividad, nuestra frecuencia cardíaca y la presión arterial, la frecuencia respiratoria se hace más rápida, aumenta la transpiración de la piel y la tensión muscular. A nivel cognitivo, el foco de nuestra atención se restringe al peligro inmediato. Por último, a nivel emocional, podemos sentirnos abrumados o bloqueados.
En opinión de Hans Selye, autor que popularizó el concepto, no es tanto la amenaza que enfrentamos sino la forma en que lo hacemos, lo realmente importante.
Según la teoría de Selye, la respuesta de estrés estaría compuesta por tres fases que componen el Síndrome General de Adaptación (SGA):
- Una primera reacción de alarma en la cual se movilizan los recursos que el organismo tiene disponibles para hacer frente a la amenaza. Nos ponemos en estado de alerta y nos preparamos para la lucha o la huida.
- La segunda etapa, fase de resistencia, se refiere al mantenimiento de el estado de alerta durante el tiempo que sigamos percibiendo la amenaza.
- La tercera y última etapa es la fase de agotamiento. El organismo no ha encontrado la manera de afrontar la amenaza y no puede mantener más tiempo los recursos movilizados.
Pensamiento y emoción, claves del estrés
Normalmente, no podemos afrontar las situaciones de estrés como lo harían nuestros antepasados, es decir, huyendo o luchando contra el peligro, por lo que tendemos a normalizar la situación y no la percibimos como una amenaza real para nuestra supervivencia.
Esta forma de actuar se produce de forma automática por lo que ni siquiera nos planteamos intentar aprender del evento estresor. Así, al no poder luchar ni huir, «soportamos» el estrés de forma prolongada, con los efectos perniciosos y discapacitantes que ello conlleva.
La reacción primaria al estrés, puede provocar sentimientos de vergüenza y una imagen distorsionada de nosotros mismos que, de la misma forma que una profecía autocumplida, no hace sino buscar confirmación, una y otra, vez sobre nuestra situación de «víctimas».
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Al tiempo que tiene lugar este circuito de pensamiento cerrado, el aumento del arousal o excitación que produce, no hace sino bloquear y distorsionar también nuestra percepción de lo que está pasando alrededor, a favor de nuestra imagen de «victimas» de la situación.
Síntomas secundarios del estrés
Con frecuencia, tendemos a ignorar estos primeros síntomas, por temor a parecer débiles o vulnerables al mostrar o revelar confusión ante una situación desafiante. De esta forma, dejamos vía libre para que se manifiesten los síntomas secundarios.
- La respiración. Bajo los efectos del estrés, podemos sentir dificultad para respirar, respirar superficialmente (respiración torácica o clavicular), o sufrir hiperventilación. Debemos tener en cuenta que la respiración que se asocia con la relajación es la diafragmática.
- Trastornos digestivos. Puede fomentar los atracones, puede hacernos perder el apetito o que tengamos problemas digestivos. En ocasiones, el estrés también se asocia con aumento o pérdida de peso en un corto período de tiempo.
- La sexualidad. El aumento o disminución repentina en el interés por el sexo, la promiscuidad o las disfunciones sexuales están frecuentemente asociados a episodios de estrés.
- Sueño. La dificultad para conciliar el sueño, los despertares nocturnos o despertarnos y no poder volver a dormir, pueden ser síntomas de que estamos sufriendo estrés. Se calcula que son necesarias entre siete y ocho horas diarias de sueño para que el cuerpo se recupere de la actividad de cada día.
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Síntomas terciarios del estrés
Si seguimos negando los mensajes de nuestro cuerpo frente a los episodios de estrés, es posible que comencemos a padecer síntomas verdaderamente serios. Si mantenemos nuestro cuerpo en esta situación de alerta durante un tiempo prolongado, podemos terminar padeciendo una enfermedad física o mental.
Cada vez son más los estudios que apuntan que negar o reprimir la angustia emocional mediante la supresión de sentimientos o impulsos, puede derivar en problemas de salud como enfermedades cardíacas, cáncer o asma.
Es, por lo tanto, necesario que aprendamos a expresar (o desaprendamos el reprimir) de forma sincera, el malestar que nos produzca una situación estresante, que aprendamos a actuar de forma adecuada sobre la misma y que aceptemos los sentimientos de forma natural, ya que todos ellos tienen su función a la hora de mantener el equilibrio en nuestro cuerpo y mente, y contribuyen a mantener nuestra salud.
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Ref.
Sandín, B. (1995). El estrés. En Belloch, A. (Ed.). Manual de psicopatología (pp. 3-52). Madrid, España: McGraw-Hill